Hace años, muchos años ya, cuando estaba sumido en un vórtice inorgánico y compulsivo de lecturas, tomé Por el camino de Swann, en un intento más bien atarantado y destemplado de hacer crecer mi acervo lector, y de paso tratar de echar leña al horno en el que se cocía entonces una educación sentimental a la que era necesario agregarle polvos Royal. Como era de esperar, ese primer acercamiento a Proust fue un faux pas, un llegar queriendo irse, y se perdió (junto con una lectura del Ulises de Joyce, del Guardián entre el Centeno, de Salinger, entre otros ilustres títulos maltratados) en el olvido.
Por tanto volver a pescar el hilo de Swann bien podría equivaler a una experiencia nueva. Y sí que lo ha sido en mi caso. Fallé en esos años mozos en detectar el sustrato que Marcel Proust propone en su escritura. La magdalena ni la vi. Ni sospeché que se trataba de un queque que hoy puede ser comprado en todas las tiendas del ramo (aunque no con forma de ostión). Mucho menos que era la llave de paso de un torrente memorialístico.
Retomo el video aportado por Roberto Santander, sobre el cómic de Combray dibujado por Stéphane Heuet, y rescato lo que dice el comentarista Javier Almuzara (poeta español, con unas cuantas publicaciones en el cuerpo), quien fustigó (de forma harto lúcida, a mi modo de ver) la propuesta de Heuet, señalando que “para ser fiel al espíritu de Proust bastaba con reproducir sus ambientes, no su prosa”. La clave es esa, los ambientes (y cómo nos asentamos en ellos) lo son todo. Me recordó un poco a Tarkovsky («El espejo» sobre todo), a quien le importaban las percepciones individuales del mundo, como bien me iluminó el crítico de cine Daniel Villalobos. Acá el juego va de lo mismo, y saber esas reglas (percibirlas, mejor dicho) ayuda a no perderse en la polvareda densa en la que puede transformarse la prosa proustiana. La magdalena se puede quedar atascada en el buche con facilidad.
Algunas notas:
–A la traducción de Pedro Salinas, aunque no es del todo descartable, sí se le notan flagrantemente las arrugas, las fisuras (sin contar las faltas de ortografía). Quizás, con el tiempo, el uso correcto de conjunciones y artículos ha ido tomando importancia. Pero a las claras, en la era de Salinas esto no era nada para preocuparse. De seguro esto influyó para que Diego Zúñiga prefiriera la versión más actual de Carlos Manzano. Baste decir que yo me quedé con Salinas sólo por el empastado de los libros.
–Combray. Cuesta llegar a Combray, cuesta asentarse, dilucidar cómo se hará para empezar a disfrutar del panorama. De entrada algo pasa con la luz, la de las velas, la de las arañas de cristal de Bohemia, la que enciende las ventanas de la casa de los abuelos, la que es una tenue línea y significa el inicio del día y el fin una noche de enfermedad. Combray me recuerda a Cranford, la novela de Elizabeth Gaskell popularizada en la serie de TV que transmitió Film & Arts, en que un afuerino en el pueblo es tan extraño como si entrara un mamut por la calle principal, «en Combray una persona desconocida es tan increíble como un dios de la mitología». Un lugar donde hay locura por los espárragos y un campanario de iglesia «consagra todos los quehaceres».
–Los ambientes. Cada cuarto de la casa de Combray está amueblada para ser apropiada por el narrador Proust, y hacer correr la memoria, le lectura, el llanto. Surge Swann, «uno de los más elegantes socios del Jockey Club». La lectura se entrampa cuando Proust detalla el paisaje (especialmente en la parte donde recorre Italia), se le dan mejor las personas y las piezas más chicas, definitivamente.
–A propósito de la «confesión sentimental» de Diego, aporto la mía. Mi emoción cuasi lacrimógena no estuvo cerca de la magdalena, sino en lo de Proust y el beso de buenas noches que le daba su madre, la única muestra de cariño que el áspero padre permitía hacia el hijo. Un tesoro incalculable ese beso, que llega a solicitarlo por carta a su madre en medio de una cena con Swann, quien más tarde entendería la angustia del niño Proust «que consiste en sentir que el ser amado se halla en un lugar de la fiesta donde nosotros no podemos estar, a dónde nosotros no podemos ir a buscarle». Cuánta verdad. Más confesiones emocionales: me conmovió cuando el padre consintió en que la madre durmiera con Proust en su pieza.
–La magdalena celebérrima. Habla Proust:
«Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él (el té), sino en mí (…) Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad ¿pero cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que busca, es justamente el país oscuro donde ha de buscar».
–Temas espinudos: Judíos y lesbianismo. De lo primero se habla de forma, digamos, simpática. Lo segundo se plantea con un tacto digno de nota. Odette podría haber engañado a Swann con un hombre y el efecto habría sido el mismo. Proust, sabio, nos confirma que un corazón roto es unisex. «Lo que nosotros llamamos nuestro amor y nuestros celos no son una pasión continua a indivisible. Se componen de una infinidad de amores sucesivos y celos distintos, efímeros todos».
-El hermoso gesto de la esposa de Cottard hacia Swann, de aterrizar a Odette, humanizarla. Swann (el de Proust y todos los que vinieron después en el mundo) lo agradecen. Aunque cuando entra Gilberte en escena, Proust parece amar a los tres.
Hasta ahí, ya no más. Es verano, mejor será cobijarse a la sombra de las muchachas en flor.
José Ignacio Silva
Surge Francisca (Françoise en la versión de Manzano)